El general Manuel Belgrano fue uno de los próceres que logró reunir, a lo largo de su vida, varios fieles amigos. Gracias a ello, la amargura de los últimos años de su vida (donde se sumaron a la enfermedad, la pobreza y la convulsión institucional del país) pudo verse, en cierta manera, mitigada. Uno de esos amigos fue José Celedonio Balbín. Pocos datos biográficos se tienen de este personaje. Apunta el historiador Cutolo que era proveedor del Ejército del Norte y que conoció al creador de la Bandera en Buenos Aires y en Tucumán. Para la “Historia de Belgrano”, Mitre utilizó sus interesantes testimonios epistolares.
Balbín estaba en Tucumán en 1819 cuando Belgrano, ya alejado del mando militar y la vida pública, residía en su casita cercana a la plaza que hoy lleva su nombre. Lo acompañaba en los melancólicos paseos a caballo que hacía por las tardes. En uno de estos recorridos, Belgrano le confió que “quería a Tucumán como a la tierra de mi nacimiento”, pero que los tucumanos eran tan ingratos con él que había decidido “irme a morir a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día”.
Acudió al Gobierno pidiendo que le pagaran parte de los gastos del viaje, pero le dijeron que no había nada en las cajas; ni caballos para su carruaje. Enterado de esto, Balbín le facilitó los 2.000 pesos plata que Belgrano necesitaba y que este, dice Mitre, “aceptó agradecido, con cargo de devolución”.
La partida
El carruaje partió de Tucumán en febrero de 1820. De la multitud de gente que antes lo rodeaba y halagaba, sólo permanecían su lado su médico, el doctor José Redhead; su capellán, P. Villegas; y dos de sus antiguos oficiales, los coroneles Emidio Salvigni y Gerónimo Helguera. Ellos lo acompañaban, y en cada posta lo cargaban para bajar del coche, ya que sus piernas hinchadas le impedían todo movimiento. Incluso cuando llamó a un maestro de posta, en territorio cordobés, el insolente le mandó a decir “que viniera él, porque estaban a la misma distancia”.
El gobernador de Córdoba fue tan mezquino como el de Tucumán cuando Belgrano le pidió ayuda. Un comerciante de esa ciudad, Carlos del Signo, le acercó 418 pesos “con los cuales el vencedor de Tucumán y de Salta pudo arrastrarse moribundo hasta su ciudad natal”, narra el general Mitre. Muy grave, empezaron sus días finales en Buenos Aires.
El adiós
Las únicas satisfacciones venían de los amigos. El general Gregorio Aráoz de La Madrid fue a visitarlo y se abrazaron entre lágrimas. El fiel Balbín estaba siempre a su lado. “Muero tan pobre que no tengo con qué pagarle el dinero que me prestó, pero no lo perderá. El Gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos, y luego que el país se tranquilice se los pagarán a mi albacea, quien queda encargado de satisfacer la deuda”, le dijo un día.
Poco antes de morir -cosa que ocurrió a las 7 de la mañana del 20 de junio de 1820- Belgrano pidió a su hermana Juana que le alcanzase el reloj de oro que tenía colgado sobre el respaldo de la cama, y se lo entregó al doctor Redhead. “Es todo cuanto tengo para dar a este hombre bueno y generoso”, dijo.